Siempre he tenido un enorme respeto para estudiar a Carlos II como enfermo pues si cualquier personaje de los que hemos publicado tuvo un padecimiento fortuito o circunstancial como puede ser un traumatismo, una infección o una neoplasia, el último monarca de los Austrias fue un enfermo desde el mismo instante de su concepción hasta su muerte.
Una alteración cromosómica congénita que conocemos como Síndrome de Klinefelter, de decisiva trascendencia en este caso y una serie de problemas sanitarios, educacionales, ambientales, políticos y personales influyeron en aquel pobre tarado. Un último cohete de ese gran artificiero que fue Felipe IV culminaba con su sobrina la archiduquesa Mariana de Austria, la que fuera prometida de su hijo Baltasar Carlos, aquella “bárbara consanguinidad” de que decía Marañón. Doña Mariana y Felipe IV ya habían tenido cinco hijos: los dos primeros, niño y niña, murieron pronto; Margarita la gentil princesita de Las Meninas, casó con su primo el Emperador Leopoldo I de Austria y Felipe Próspero, que de lo segundo tuvo poco, murió a los cuatro años el l de noviembre de 1661, pérdida que se borró en menos de una semana pues el domingo 6 de noviembre nació “un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes” según apareció escrito del modo más adulatorio posible en la “Gazeta de Madrid”, cosa totalmente diferente de lo que comunicó el Embajador de Francia a Luis XIV pocos días después: ”El Príncipe parece bastante débil; muestra signos de degeneración; tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura” y más adelante, ”asusta de feo”.
Pero lo más preocupante era su escaso desarrollo intelectual. Fue Carlos II un débil mental que solo pudo comenzar a hablar de modo inteligible a los diez años y nunca supo escribir correctamente; los maestros que le pusieron, ciertamente auténticos “pozos de ciencia” pero malos educadores, tampoco pudieron sacar mas partido de aquel cerebro estrecho y de otra pésima cualidad, la abulia y falta de interés absoluto por el estudio. Y sin embargo, a pesar de ese comportamiento estúpido que en vez de acudir a los Consejos, le hacía irse a la cocina para ayudar a preparar postres, a sus reacciones de cólera imprevistas, a su afición por el chocolate, que como asegura el Prof. Alonso-Fernández le llevó a una adición monoalimentaria de “chocoholismo”, sin embargo y a pesar de todas esas deficiencias, tuvo un enorme sentido de la Religión y sobre todo de la Realeza
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